Por Ariel Fernández
No me pregunten por qué,
ni cómo, ni dónde y menos cuándo. Esta historia apuntada en una orilla de la
historia mía tiene protagonistas diversos y un escenario parecido: la sin razón
a simple vista, la ausencia de motivos y la comprensión de hacia donde nos
estábamos encaminando. Solo sé, y eso lo puedo afirmar porque lo estoy
escribiendo, que de repente, en la banda de pibes, se empezó a fermentar esa
pared inmaterial, esas voces que nos repicaban desde el fondo y nos gemían o
serenamente nos ordenaban "tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos
que morir".
Quien lo empezó, quien
lo puso por vez primera en palabras no lo recuerdo. Fue una página que todos,
apresuradamente, dimos la vuelta en cuanto el viento que la agitaba dejó de
soplar. Pero que sucedió, sucedió, "tenemos que morir, tenemos que morir,
tenemos que morir" nos decían esas voces y las escuchábamos con atención.
Javito, después de tomar
unas cervezas “Ayá” atravesó toda una formación de escombros bajo los cuales se
abría el abismo de la obra en construcción a una altura de veinte metros sin
una sonrisa. Llegó al otro lado y recomenzó el trajín. Otro, Miguelito, creo,
metió la cabeza en la jaula del Jimmy, el perro de Pereyra que era temible, pero
el bicho lo lamió. A propósito, Pereyra se hacía el bici-volador, un verdadero
suicida. El pelado cruzó vendado la avenida sobre su bici Graciela con semáforo
en rojo y encima después del Boxing: unos raspones de llevarse puesto un garage
y nada más. Lejos de agrandarnos aquellas hazañas parecían contemplarnos a
nosotros desde fuera, como si nosotros no participáramos de ellas, indolentes y
estupidizados nos quedábamos en las esquinas sin comentar nada.
Era extraño: una
demencia de gas invisible había llegado hasta nosotros y no lo advertíamos.
Sucede: un cuerpo se enferma, un grupo humano también. Ignoro cómo, el por qué.
He evitado la superstición y el fundamentalismo de la ciencia para explicarme
aquello que sucedió en nuestro pueblo. Solo lo escribo, rompiendo un cerco de
silencio, sin siquiera intentar explicármelo: que las palabras hablen, no sé
más nada, solo las palabras que operen de enlace entre lo terrenal y lo
sobrenatural. El Mauri se metió con la carretilla debajo del camión de soda en
movimiento, aquel que tenía pintado el escudo de Euzkadi y la palabra Aletha en
su parabrisas y salió indemne. Nacho se arrojó desde el muelle de pescadores al
Paraná y quedó flotando en la correntada hasta que lo devolvió a la altura de
la prefectura, al lado de AQUA cercándolo entre el paredón de la lancha que iba
a las islas. Lo sacaron, estaba reconcentrado y se sacó las preguntas y la
gente de encima con fastidio.
El cabezón en una de las
tantas noches de borrachera le quiso pegar al Poli. Juan Pablo se subió a la
moto de Giacco piloteada por el Leo y después se enfrentó mano a mano a la bici de piedra de Roske. El Dani y el Ema estuvieron mal vestidos
dos semanas y el infarto nunca llegó. Dieguito durmió en plena calle y Pablín se
hacía el motoquero mientras volaba por el aire y sólo se le salía un arito. El
Pato, el Gringo, el Ale y Flea ensayaron en el garage sin ventilador en cada
verano y sólo lograron adelgazar. Con el Mordi fuimos vándalos mansos que nunca
nadie advirtió. Los demás, o sea, el Mati, Mecha, el Renzo, Lagorio, Juanma y
Helmut confiaban en que Dardo finalmente se duerma en plena ruta.
Por la noche, noche de
sábado para los chicos sin novia y sin plata, reunidos a las puertas de la casa
abandonada, donde no llegaba el foco de la luz ni las miradas inoportunas,
estábamos quietos, callados, interrogativos por aquel zonda que destartalaba
cabezas con su imperativo silencioso pero que no mataba chicos. Queríamos
morir, "ella", la fortuna lo sabía; la Muerte de sonrisa
desdentada también, el diablo bailarín de los altares herejes también, la
oscuridad con su tedio de irresolución también; lo sabían los perros que
custodiaban los pajonales de las fiebres allá atrás, donde se formaba la
asquerosa laguna de Méndez en el viejo barrio FONAVI; lo sabían los criminales
legítimos que habíamos entrevisto en los bolichones de crueldades y que
parecían guiñarnos un ojo a nuestro paso, lo sabían las comadronas
desacralizadas y olorientas a sangre de niño, lo sabían los duendes de la
siesta y los angelitos en formol que guardaba la morgue del Hospital; los
trenes gastados y su electricidad de señal extraterrestre, las momias que se
levantaban maldiciendo en las terrazas, los lobisones sucios en sus piojeras,
los vampiros que en el día yacían en lo profundo de los patios de tierra, los
locos que eran atados a las sillas con tiras de plástico y aullaban mientras la
familia almorzaba entre otros gritos; las santas coléricas que pugnaban por un
hombre entre sus piernas, los agusanados, los niños deformes, los poseídos y
los que ya no tenían ni a su propia vida. Todos ellos de pronto fuimos
nosotros. Queríamos morir, lo habíamos intentado todo, pero la aniquilación nos
estaba vedada. ¿Razones? No las preguntamos. Aceptamos los hechos con
escepticismo adulto, envueltos en nuestras corazas que se ponían más brillantes
en esos sábados de soledades de esquina y cerveza (mucha cerveza) cuando el
mundo entero parecía disolverse y ponerse en movimiento a la vez, con las familias
partiendo en sus autos hacia fiestas y los novios paseantes buscando las
sombras, mientras el universo todo, era el complemento adverso de aquella,
nuestra mala suerte al revés. Sentados en círculo una de esas noches, la
recuerdo porque fue la última, nos separamos para siempre y cada cual hizo lo
que pudo con su vida, aceptando el fatalismo invertido que hagamos lo que
hagamos el mundo era irreal y nos gobernaba, porque estábamos siendo derrotados
en nuestros designios más altos, porque lo habíamos intentado todo, habíamos
fracasado y evidentemente, estábamos condenados a vivir.