lunes, 23 de enero de 2012

Suerte maldita


 Por Ariel Fernández

No me pregunten por qué, ni cómo, ni dónde y menos cuándo. Esta historia apuntada en una orilla de la historia mía tiene protagonistas diversos y un escenario parecido: la sin razón a simple vista, la ausencia de motivos y la comprensión de hacia donde nos estábamos encaminando. Solo sé, y eso lo puedo afirmar porque lo estoy escribiendo, que de repente, en la banda de pibes, se empezó a fermentar esa pared inmaterial, esas voces que nos repicaban desde el fondo y nos gemían o serenamente nos ordenaban "tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir".
Quien lo empezó, quien lo puso por vez primera en palabras no lo recuerdo. Fue una página que todos, apresuradamente, dimos la vuelta en cuanto el viento que la agitaba dejó de soplar. Pero que sucedió, sucedió, "tenemos que morir, tenemos que morir, tenemos que morir" nos decían esas voces y las escuchábamos con atención.
Javito, después de tomar unas cervezas “Ayá” atravesó toda una formación de escombros bajo los cuales se abría el abismo de la obra en construcción a una altura de veinte metros sin una sonrisa. Llegó al otro lado y recomenzó el trajín. Otro, Miguelito, creo, metió la cabeza en la jaula del Jimmy, el perro de Pereyra que era temible, pero el bicho lo lamió. A propósito, Pereyra se hacía el bici-volador, un verdadero suicida. El pelado cruzó vendado la avenida sobre su bici Graciela con semáforo en rojo y encima después del Boxing: unos raspones de llevarse puesto un garage y nada más. Lejos de agrandarnos aquellas hazañas parecían contemplarnos a nosotros desde fuera, como si nosotros no participáramos de ellas, indolentes y estupidizados nos quedábamos en las esquinas sin comentar nada.
Era extraño: una demencia de gas invisible había llegado hasta nosotros y no lo advertíamos. Sucede: un cuerpo se enferma, un grupo humano también. Ignoro cómo, el por qué. He evitado la superstición y el fundamentalismo de la ciencia para explicarme aquello que sucedió en nuestro pueblo. Solo lo escribo, rompiendo un cerco de silencio, sin siquiera intentar explicármelo: que las palabras hablen, no sé más nada, solo las palabras que operen de enlace entre lo terrenal y lo sobrenatural. El Mauri se metió con la carretilla debajo del camión de soda en movimiento, aquel que tenía pintado el escudo de Euzkadi y la palabra Aletha en su parabrisas y salió indemne. Nacho se arrojó desde el muelle de pescadores al Paraná y quedó flotando en la correntada hasta que lo devolvió a la altura de la prefectura, al lado de AQUA cercándolo entre el paredón de la lancha que iba a las islas. Lo sacaron, estaba reconcentrado y se sacó las preguntas y la gente de encima con fastidio.
El cabezón en una de las tantas noches de borrachera le quiso pegar al Poli. Juan Pablo se subió a la moto de Giacco piloteada por el Leo y después se enfrentó mano a mano a la bici de piedra de Roske. El Dani y el Ema estuvieron mal vestidos dos semanas y el infarto nunca llegó. Dieguito durmió en plena calle y Pablín se hacía el motoquero mientras volaba por el aire y sólo se le salía un arito. El Pato, el Gringo, el Ale y Flea ensayaron en el garage sin ventilador en cada verano y sólo lograron adelgazar. Con el Mordi fuimos vándalos mansos que nunca nadie advirtió. Los demás, o sea, el Mati, Mecha, el Renzo, Lagorio, Juanma y Helmut confiaban en que Dardo finalmente se duerma en plena ruta. 
Por la noche, noche de sábado para los chicos sin novia y sin plata, reunidos a las puertas de la casa abandonada, donde no llegaba el foco de la luz ni las miradas inoportunas, estábamos quietos, callados, interrogativos por aquel zonda que destartalaba cabezas con su imperativo silencioso pero que no mataba chicos. Queríamos morir, "ella", la fortuna lo sabía; la Muerte de sonrisa desdentada también, el diablo bailarín de los altares herejes también, la oscuridad con su tedio de irresolución también; lo sabían los perros que custodiaban los pajonales de las fiebres allá atrás, donde se formaba la asquerosa laguna de Méndez en el viejo barrio FONAVI; lo sabían los criminales legítimos que habíamos entrevisto en los bolichones de crueldades y que parecían guiñarnos un ojo a nuestro paso, lo sabían las comadronas desacralizadas y olorientas a sangre de niño, lo sabían los duendes de la siesta y los angelitos en formol que guardaba la morgue del Hospital; los trenes gastados y su electricidad de señal extraterrestre, las momias que se levantaban maldiciendo en las terrazas, los lobisones sucios en sus piojeras, los vampiros que en el día yacían en lo profundo de los patios de tierra, los locos que eran atados a las sillas con tiras de plástico y aullaban mientras la familia almorzaba entre otros gritos; las santas coléricas que pugnaban por un hombre entre sus piernas, los agusanados, los niños deformes, los poseídos y los que ya no tenían ni a su propia vida. Todos ellos de pronto fuimos nosotros. Queríamos morir, lo habíamos intentado todo, pero la aniquilación nos estaba vedada. ¿Razones? No las preguntamos. Aceptamos los hechos con escepticismo adulto, envueltos en nuestras corazas que se ponían más brillantes en esos sábados de soledades de esquina y cerveza (mucha cerveza) cuando el mundo entero parecía disolverse y ponerse en movimiento a la vez, con las familias partiendo en sus autos hacia fiestas y los novios paseantes buscando las sombras, mientras el universo todo, era el complemento adverso de aquella, nuestra mala suerte al revés. Sentados en círculo una de esas noches, la recuerdo porque fue la última, nos separamos para siempre y cada cual hizo lo que pudo con su vida, aceptando el fatalismo invertido que hagamos lo que hagamos el mundo era irreal y nos gobernaba, porque estábamos siendo derrotados en nuestros designios más altos, porque lo habíamos intentado todo, habíamos fracasado y evidentemente, estábamos condenados a vivir.

martes, 17 de enero de 2012

La soledad necesaria


Por Ariel Fernández

    “La vida nos ha olvidado y lo malo es que uno no muere de eso”                
                                                                               Alejandra Pizarnik.

La soledad tranquilamente puede ser la mejor compañía que un hombre puede tener, aunque esta situación, también dependa de una cantidad casi infinita de factores tan variados como a su vez extraños. Situaciones que rozan lo absurdo y que sacuden el alma atormentada de quien las padezca.
Silencioso tormento de conductas para tan profundos sentimientos…cobarde presencia de la valentía.
Algo fundamental en este caso obedece a la obligación de los espejos a nunca (bajo ningún punto de vista) devolver la realidad intimidante que en él puede llegar a reflejarse. Los libros deben abrirse sagazmente en los párrafos exactos,  los cuales son un alivio, una frescura senil que se reposa en el espíritu ardiente de los cuerpos solitarios. Las lágrimas no deben escapar  por más que los ojos se hinchen y deshinchen  latiendo violentamente para intentar desarraigar sus penas.  Nuestro  cama, nuestro lecho (cruel depositario del deseo)  debe ser el encargado de crear la sensación sublime y poderosa de que su contextura, y su arquitectura no permiten (de ninguna manera) la intromisión de otro cuerpo cerca del nuestro.
En este caso (y quizás en otros también) la soledad puede ser perfecta en su injusta comprensión.
Es cuestión de abstraerse, de sumergirse en el solo pensamiento de la autonomía sensorial.
Uno. Quizás dos vasos de whisky ayuden. No sobredimensionar el pulso. Estar firme y convencido, esconder las fotos y quemar los discos que nos trasladan al tiempo en el que pudimos llegar a ser felices.
Ahora sí, la soledad es casi perfecta para acompañarnos en este mundo y en este momento. Está todo dispuesto y en su lugar, para que tomemos el arma, la coloquemos en nuestra cien y apretemos el gatillo sin ningún tipo de pudor.

El efecto boomerang


Por Ariel Fernandez
Mientras que en las calles de Atenas, allí donde dicen que nació la sabiduría de Occidente, es decir, la sabiduría que parió el sistema capitalista, mientras que entre esas piedras hoy devenidas en ruinas todavía arden las barricadas del mayo griego en contra de los ajustes que imponen las máximas expresiones del mencionado sistema, una cifra comenzó a recorrer el mundo.
Nueve millones de niños mueren antes de cumplir los cinco años.
Cifra que resulta sencilla y simple a la hora de escribir pero que es imposible de imaginar. ¿Cómo hacer para ponerle la respectiva carita a cada una de esas nueve millones de unidades que componen la cifra de la impunidad y el genocidio?
No llegan a primer grado. No aprenderán a sumar ni restar, apenas descubrirán el significado de algunas palabras y después dejarán de abrazar a los suyos.
Mientras el sistema invierte miles de miles de millones de dólares para salvar a los bancos que luego hundirán a los pueblos, los chiquitos pobres de las naciones saqueadas no tendrán oportunidad de conocer el misterio de la palabra futuro.


lunes, 9 de enero de 2012

Silencio

Por Ariel Fernandez

El silencio aúlla en los horizontes hundidos.
                                               J.L. Borges.

En el silencio no se habla
porque las palabras se esconden
en la vergüenza del sonido,
en la irremediable derrota del desamparado.

En el silencio las lágrimas triunfan
porque no se puede revalidar
la luz que se apaga sin autorización,
porque es brusco y traidor
el sentir de la nada.

En el silencio escucho tu llanto y mi llanto
fundidos en un amor enfermo y errado,
en un murmullo atolondrado
que le teme y le escapa al pasado.

En el silencio intento verte disimulando
la fugacidad del futuro,
 lo lejano que retorna
entre la falta de deseo y
 el hielo de nuestra cama.

En el silencio me pierdo…
En el silencio sufro, río y me reconozco.

Será por eso que no soy más que silencio.



Juventud

Por Ariel Fernandez

Es inútil que enciendas la luz, yo estoy en el lado oscuro del camino.
                                                                                                            Bob Dylan.

Blanco dolor insípido
que se acerca a un corazón oscuro,
que ingesta el
último grito desgarrado
en una piel combativa 
y carente de toda felicidad.

Vértigo de correr y volver triste
de salir y entrar sin permiso,
alborotarse en el futuro
como en una pintura de Dalí.

Triste final (como siempre anunciado)
de una juventud suicida.

martes, 3 de enero de 2012

Las preguntas de Carolina

 A Carola (ella) - Por Ariel Fernandez

Me mira de soslayo y me vuelve a interrogar: ¿A dónde vamos a parar? ¿Conseguiremos trabajo?  Encojo los hombros y vuelvo a contestar de forma rotunda que no lo sé. Prendo un cigarrillo, la tomo de la mano y haciéndome el distraído intento cambiar el rumbo de la conversación. Sin embargo, la noche cae oscura como una capa negra impenetrable, y me interrogo a mi mismo para encontrar la respuesta que Carolina busca con insistencia y que mi ansiedad nerviosa y repentina reclama a sacudones.
Hace calor, el pavimento arde y el hormigón ofusca cualquier intento de refrigeración. Carolina se cambia, se pone el camisón mas liviano que encuentra y queriendo paliar su hermosura me dice que está hecha un desastre, yo sonrío y le digo que está loca. Carolina está bellamente loca. Carolina es hermosa bajo cualquier circunstancia, se los aseguro, por eso me río y también le digo alguna pavada para que ella se ría y sea más hermosa aún. Carolina se olvida de sus interrogantes y vuelve a hablar de otra cosa. Pone la pava pero se arrepiente al instante y sugiere acostarse a dormir la siesta para después ir un rato a la pileta. Asiento conforme, mi cuerpo está cansado pero aún está más agotado mi cerebro de pensar y hurgar en lo recóndito de mi ser alguna certeza tranquilizadora. Nos acostamos, el tema se instala una vez más en nuestra charla. Cada tanto un silencio áspero nos inunda y nos interpela, y quizás también nos atemoriza.
Un rayo de sol entra por la única hendija que queda en la ventana, ilumina el rostro entre dormido de Carolina que gira hacia mi lado para darme un beso tierno. Yo la abrazo fuerte como para calmar la incapacidad de mis palabras, para enfrentarse al silencio antes reinante. La siesta se interrumpe de manera definitiva, cuando los amigos del pequeño que vive en el 7º piso lo llaman  al grito furibundo de ¡LUCAS! Nos levantamos de un salto y para nuestra sorpresa la lluvia se adueñó de nuestra incursión a la pileta. La miro con impotencia y con el cosquilleo de sus preguntas recorriendo todo mi cuerpo. Aunque no las repite, esta vez yo interpelo las preguntas en su mirada. Le vuelvo a decir que está hermosa…se ríe con dulzura y me dice que tiene ganas de comer una torta. No vacilo, agarro plata y digo que voy al supermercado para comprar los ingredientes necesarios para hacer un postre. Se enoja y me dice que la quiero ver gorda, pero acto seguido me dice que compre de chocolate. Estoy seguro que esos detalles, nuestras complicidades íntimas, son las cosas que más admiro de ella, y en definitiva de nosotros.
En cierta forma me escapo. Quiero hacerle la torta pero necesito reflexionar. Hice tres cuadras y prendí dos cigarrillos. Repaso nuestra historia. De a poco creo verla signada de monotonías que nos tienen paralizados, el horario rígido e inflexible, los mismos rostros desesperados y conformes, y en el medio nosotros, entre edificios y cemento y un modo de vida que nos vuelve cada día  más fastidiosos y  más intolerantes con nuestras propias vidas.
Estoy frente a la puerta del súper, las puertas se abren y el fresco del aire acondicionado se filtra en mis huesos. Me despojo de mis ideas por un segundo y me dirijo de manera automática al stand de las tortas. Agarro lo que necesito y de repente tengo la sensación de tener las respuestas, pero una señora hace caer una lata que me saca bruscamente de mi estado de lucidez. Hago la cola. No hay mucha gente, sólo unos viejos en busca de una botellas de vino. Pago y me enfrento nuevamente a los edificios y al sofocamiento de la ciudad. Quejándome  prendo enseguida  otro cigarrillo. Tengo ganas de gritar que estoy cansado, que Carolina está cansada, que tenemos que hacer algo y que no  nos importa que nos digan locos. Necesitamos libertad, el sublime acto de libertad que nos permita ser artífices de nuestro destino. Las cuadras parecen alargarse. Por fin llego al edificio. Subo en el ascensor. Abro la puerta y Carolina está ahí preparando los bols y los sartenes. Raramente no presiento las preguntas en su rostro, sin embargo, sé que siempre están latentes.
Mezclo los huevos con el polvo. Me hago el chef de manera grotesca. A Carolina la divierte y a mí me gusta ser su payaso oficial. La imagino y me imagino, sin sofocamientos, con extensas charlas emotivas y cargadas de nostalgias, con el recuerdo a flor de piel y la satisfacción de las decisiones correctas. Pongo la torta en el horno. Carolina me abraza y antes que me diga lo que ya imaginé la beso y le digo que el jueves sacamos los pasajes para ir en busca de nuestro destino y de las respuestas que los dos necesitamos.