Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los
que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no
tienen con qué.
Eduardo Galeano.
Matías
es del sur. Del sur de la patria, que no son exactamente los pies helados que
tocan con los dedos las aguas polares.
Es
del sur de la tierra, del sur de los polvorines, del sur de los márgenes,
derramados de sangre y rosas marchitas y piel oscura, de piercing en la boca y
cumbia desangelada, de fumos venenosos en la esquina con la cabeza que se quiebra
como cristal, de policías que bajan como para la guerra, de futuro que se corta
en el zanjón, de mirada que termina en el paredón de la fábrica en ruinas.
Matías
tiene miles, decenas de miles de compañeros que se apilan en el sur. Con la
piel anochecida y los ojos chinos. Puestos en la vida sin para qué. Tironeados
por el abismo, tentados por la alucinación de un instante que les perfora la
nuca. Desangrados por la flojedad de los gatillos policiales. Amontonados en
los calabozos. Empujados a buscar lo que no hay en estado de furia y de ceguera
entre gritos de riquezas, de egoísmos históricos, de tradiciones marchitas.
Anoche
andaban sueltos los Matías en las venas abiertas de la pobreza. Donde ganan los
que ganan y pierden los que pierden.
Andaban
sueltos anoche con las capuchas a la altura de la frente, los vecinos cerrando
las persianas y las fuerzas “de seguridad” en guardia.
Andaban
los Matías buscando calle, buscando vida en el arrabal de esta historia, que es
también el arrabal de un país brutalmente dual. Donde los discursos de
carencias incomprendidas separan de forma precisa sus reclamos de las voces
mudas de los Matías que le hacen el aguante al abandono, al olvido, al pasado
expulsivo y al futuro que ya llegó y es éste, el lugar de la tierra en el sur,
donde pierden los mismos siempre. Y los que ganan, miran hacia el brillo desde
el poder legal o la tradición y dejan la noche oscura donde debe estar. Con la
luz apagada. Para que llegue la policía y barra con palo y bala, sin tener que
mirarlos a la cara.
Andaban
anoche los Matías, que son muchos, oyendo de lejos las pronunciaciones de los
que saben todo, sin saber qué ni cómo ni para qué.
Cruzaban del centro a los barrios, a sus pequeñas
fortalezas, a las villas que se miran de
soslayo.
Al
sur bajan los Matías. Crecen de la niñez en patas por los pasillos inundados y
se vuelven largos y flacos y se les caen los dientes a los quince y se les
nubla la cabeza y se les gastan los pulmones. Andan sin rumbo por las arenas
del mundo, con las neuronas heridas por los escasos nutrientes, por la cicuta
del río, por el veneno que se respira, por el hogar de cuatro chapas.
Matías
entra a un kiosco, se compra un tetra con las últimas monedas y mira sin mirar.
En la vereda no hay nada. Sólo un hombre que registra la basura minuciosamente. Los rumores se repiten y se escuchan todavía, aun desde la calle, en la bruma de la misma noche, donde ganan los que ganan… y pierden los que pierden.
En la vereda no hay nada. Sólo un hombre que registra la basura minuciosamente. Los rumores se repiten y se escuchan todavía, aun desde la calle, en la bruma de la misma noche, donde ganan los que ganan… y pierden los que pierden.