La muerte me desgasta, incesante.
J.L.Borges.
Estaba sentado, un
poco distraído, tomando una cerveza en el salón del fondo de mi casa con un amigo que
por cuestiones de la vida hacía mucho tiempo que no veía; de repente observé que entró mi sobrino de
manera alborotada. Noté que traía algo entre las manos pero no logré distinguir
de qué se trataba. Desde adentro del salón puede reconocer a la cabeza de nuestro perro. Estaba completamente rasgada, con unos
gruesos hilos de sangre desprendiéndose de su parte descolgada. Alarmado abracé
a mi sobrinito, le pregunté que había pasado y volví a sujetarlo con fuerza. Me
dijo que no sabía, que la cabeza estaba del lado de la calle y el cuerpo del
lado de adentro. Seguramente algún instinto desconocido y alejado de la razón
propia de los hombres había empujado al perro a aventurarse entre los filosos
barrotes que son parte de la seguridad de la casa.
En ese
momento mi amigo me tomó del brazo. Salimos y vemos desplomado en el piso, el
torso y las patas y la cola del perro. Lo levantamos y lo llevamos adentro.
Buscamos unos cables y unos cartones. Intentamos unirle la cabeza al cuerpo atornillándosela
de manera improvisada. Ya habíamos unido cuerpo y cabeza. Extrañamente me parecía
que el perro me lanzaba una mirada triste, rara, como de suplica. Me hundí en
una laguna de recuerdos y no creí en su muerte. Lo tomé y le propiné un fuerte
empujón como para que se echase a andar. Escandalosamente el perro cayó con su
lado izquierdo dando un fuerte golpe contra el piso del salón, en donde
estábamos bebiendo.
Finalmente me
resigné y ante los ojos empañados de mi sobrino que no paraba de llorar volví a
admitir y a reconocer a la muerte con su inconfundible oficio e irrevocable
autoridad.