A Carola (ella) - Por Ariel Fernandez
Me mira de soslayo y me vuelve a interrogar: ¿A dónde vamos a
parar? ¿Conseguiremos trabajo? Encojo
los hombros y vuelvo a contestar de forma rotunda que no lo sé. Prendo un
cigarrillo, la tomo de la mano y haciéndome el distraído intento cambiar el
rumbo de la conversación. Sin embargo, la noche cae oscura como una capa negra
impenetrable, y me interrogo a mi mismo para encontrar la respuesta que Carolina
busca con insistencia y que mi ansiedad nerviosa y repentina reclama a
sacudones.
Hace calor, el pavimento arde y el hormigón ofusca cualquier
intento de refrigeración. Carolina se cambia, se pone el camisón mas liviano
que encuentra y queriendo paliar su hermosura me dice que está hecha un
desastre, yo sonrío y le digo que está loca. Carolina está bellamente loca. Carolina
es hermosa bajo cualquier circunstancia, se los aseguro, por eso me río y
también le digo alguna pavada para que ella se ría y sea más hermosa aún. Carolina
se olvida de sus interrogantes y vuelve a hablar de otra cosa. Pone la pava
pero se arrepiente al instante y sugiere acostarse a dormir la siesta para
después ir un rato a la pileta. Asiento conforme, mi cuerpo está cansado pero
aún está más agotado mi cerebro de pensar y hurgar en lo recóndito de mi ser
alguna certeza tranquilizadora. Nos acostamos, el tema se instala una vez más
en nuestra charla. Cada tanto un silencio áspero nos inunda y nos interpela, y
quizás también nos atemoriza.
Un rayo de sol entra por la única hendija que queda en la ventana,
ilumina el rostro entre dormido de Carolina que gira hacia mi lado para darme
un beso tierno. Yo la abrazo fuerte como para calmar la incapacidad de mis
palabras, para enfrentarse al silencio antes reinante. La siesta se interrumpe
de manera definitiva, cuando los amigos del pequeño que vive en el 7º piso lo
llaman al grito furibundo de ¡LUCAS! Nos
levantamos de un salto y para nuestra sorpresa la lluvia se adueñó de nuestra
incursión a la pileta. La miro con impotencia y con el cosquilleo de sus
preguntas recorriendo todo mi cuerpo. Aunque no las repite, esta vez yo
interpelo las preguntas en su mirada. Le vuelvo a decir que está hermosa…se ríe
con dulzura y me dice que tiene ganas de comer una torta. No vacilo, agarro
plata y digo que voy al supermercado para comprar los ingredientes necesarios para
hacer un postre. Se enoja y me dice que la quiero ver gorda, pero acto seguido
me dice que compre de chocolate. Estoy seguro que esos detalles, nuestras
complicidades íntimas, son las cosas que más admiro de ella, y en definitiva de
nosotros.
En cierta forma me escapo. Quiero hacerle la torta pero necesito
reflexionar. Hice tres cuadras y prendí dos cigarrillos. Repaso nuestra historia.
De a poco creo verla signada de monotonías que nos tienen paralizados, el
horario rígido e inflexible, los mismos rostros desesperados y conformes, y en
el medio nosotros, entre edificios y cemento y un modo de vida que nos vuelve
cada día más fastidiosos y más intolerantes con nuestras propias vidas.
Estoy frente a la puerta del súper, las puertas se abren y el
fresco del aire acondicionado se filtra en mis huesos. Me despojo de mis ideas
por un segundo y me dirijo de manera automática al stand de las tortas. Agarro
lo que necesito y de repente tengo la sensación de tener las respuestas, pero
una señora hace caer una lata que me saca bruscamente de mi estado de lucidez.
Hago la cola. No hay mucha gente, sólo unos viejos en busca de una botellas de
vino. Pago y me enfrento nuevamente a los edificios y al sofocamiento de la
ciudad. Quejándome prendo enseguida otro cigarrillo. Tengo ganas de gritar que
estoy cansado, que Carolina está cansada, que tenemos que hacer algo y que no nos importa que nos digan locos. Necesitamos
libertad, el sublime acto de libertad que nos permita ser artífices de nuestro
destino. Las cuadras parecen alargarse. Por fin llego al edificio. Subo en el
ascensor. Abro la puerta y Carolina está ahí preparando los bols y los sartenes.
Raramente no presiento las preguntas en su rostro, sin embargo, sé que siempre
están latentes.
Mezclo los huevos con el polvo. Me hago el chef de manera
grotesca. A Carolina la divierte y a mí me gusta ser su payaso oficial. La
imagino y me imagino, sin sofocamientos, con extensas charlas emotivas y
cargadas de nostalgias, con el recuerdo a flor de piel y la satisfacción de las
decisiones correctas. Pongo la torta en el horno. Carolina me abraza y antes
que me diga lo que ya imaginé la beso y le digo que el jueves sacamos los
pasajes para ir en busca de nuestro destino y de las respuestas que los dos
necesitamos.
Relato transparente y sencillo..Emocionante...
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