Por Ariel Fernández
“La vida nos ha
olvidado y lo malo es que uno no muere de eso”
Alejandra
Pizarnik.
La soledad
tranquilamente puede ser la mejor compañía que un hombre puede tener, aunque
esta situación, también dependa de una cantidad casi infinita de factores tan
variados como a su vez extraños. Situaciones que rozan lo absurdo y que sacuden
el alma atormentada de quien las padezca.
Silencioso
tormento de conductas para tan profundos sentimientos…cobarde presencia de la
valentía.
Algo fundamental
en este caso obedece a la obligación de los espejos a nunca (bajo ningún punto
de vista) devolver la realidad intimidante que en él puede llegar a reflejarse.
Los libros deben abrirse sagazmente en los párrafos exactos, los cuales son un alivio, una frescura senil
que se reposa en el espíritu ardiente de los cuerpos solitarios. Las lágrimas
no deben escapar por más que los ojos se
hinchen y deshinchen latiendo violentamente
para intentar desarraigar sus penas. Nuestro
cama, nuestro lecho (cruel depositario
del deseo) debe ser el encargado de
crear la sensación sublime y poderosa de que su contextura, y su arquitectura
no permiten (de ninguna manera) la intromisión de otro cuerpo cerca del
nuestro.
En este caso (y quizás
en otros también) la soledad puede ser perfecta en su injusta comprensión.
Es cuestión de
abstraerse, de sumergirse en el solo pensamiento de la autonomía sensorial.
Uno. Quizás dos
vasos de whisky ayuden. No sobredimensionar el pulso. Estar firme y convencido,
esconder las fotos y quemar los discos que nos trasladan al tiempo en el que
pudimos llegar a ser felices.
Ahora sí, la
soledad es casi perfecta para acompañarnos en este mundo y en este momento.
Está todo dispuesto y en su lugar, para que tomemos el arma, la coloquemos en
nuestra cien y apretemos el gatillo sin ningún tipo de pudor.
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