"Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol."
Albert Camus.
Había visto fotos de cuando yo tenía
dos o tres años, pero no recordaba haberla disfrutado y mucho menos recordaba
el día que me la habían regalado, así que se imaginaran la bronca que me daba
no saber cuál había sido su destino.
Por entonces no tenía más de ocho
años. No era lo que se dice un hombre, pero sí un chico decidido que no tenía ningún
tipo de dudas sobre lo que quería, y a esa edad…los deseos se intercambian
sutilmente entre lujosos y añorados juguetes intercediendo de vez en cuando el
anhelo de alguna suculenta golosina. Tampoco era un tonto. Sabía muy bien que a
mi viejo la venta de muebles no le iba como él y mi necesidad caprichosa
deseaban. Me daba cuenta porque cada vez tardaba más tiempo en llegar el camión
proveniente del Chaco con los muebles de recambio; y además las vidrieras solo
cambiaban de orden y se renovaban mucho menos que en años atrás; eso que el
viejo nunca aflojaba, madrugaba como siempre, incluso más, pero la situación parecía
estar estancada, sostenida por un fino hilito en medio de un pozo que conducía
al vació.
Otro síntoma de que la cosa no
marchaba bien eran las peleas con la vieja. Ellos se querían y siempre estaban
bien, verlos discutir era más difícil que conseguir la figurita de Maradona para
el álbum del mundial noventa, pero así y todo tenían sus arranques por la plata
y en mi presencia, algo completamente inusual.
Un día entré a la mueblería
despacito, sin decir nada, para sacar un bizcocho de la bolsa que había quedado
del día anterior, el viejo ya había cerrado y fue ahí cuando dije “pucha,
estamos mal de verdad”. Lo había visto desplomado en el sillón de almohadones
verdes que era comodísimo, yo en más de una ocasión me había quedado dormido
ahí, pero el viejo nunca, él era incapaz de dormir en cualquier lado, lo vi
frotándose la frente y me pareció verle
unas lágrimas, al verme se sorprendió, me sentó en sus rodillas y me contó un
cuento que no me acuerdo bien de qué fantasma se trataba.
Hoy no estoy seguro si las vi o fue
mi imaginación, pero la tristeza que había en su cara era merecedora de más de
una lágrima. Estaba abatido y eso me llenaba de miedo porque sin ninguna duda
era el ser humano más fuerte y valiente que conocía.
Esta difícil y compleja situación
me ponía triste, pero yo tenía mis preocupaciones, las de un chico de ocho años.
A mí no me importaba seguir comiendo guiso de lentejas todos los días o picar
todas las noches de la oferta de fiambre que vendían en el almacén de Coco. Yo entendía
perfectamente que éramos tres hermanos, que el abuelo vivía con nosotros y que
no podía cobrar la jubilación no sé por qué carajo. Si la cobrara… el abuelo
seguro la repartiría entre los tres nietos y ahí se me hubiese solucionado
todo, pero las cosas no eran así de fácil. Yo quería la pelota y mis
alternativas (al estar desechado el abuelo por cuestiones inentendibles y el
sueldo de mi mamá a los gastos de la casa y el colegio) estaban todas reducidas
a la billetera de mi papá.
Para colmo había empezado a
practicar oficialmente para Talleres y nadie me pasaba una bocha. Yo estaba
convencido que si tenía mi propia pelota en casa el asunto iba a ser distinto, practicaría
contra la pared del patio, no se…dos o tres horas… aunque sea una hora antes de
la práctica y eso me daría otra presencia, otra jerarquía, iba a estar con una
habilidad tal que me iba a convertir en el depositario de todos los pases de
mis compañeros, porque uno, de manera casi mágica, cuando ve a un jugador con
habilidad inmediatamente lo reconoce, de eso no hay dudas.
Esas largas y lógicas conclusiones
me llenaban cada de una rabia creciente que no sabía con exactitud a quién
estaba dirigida, y al fin de cuentas no servían de nada porque yo a la pelota
no la tenía.
En un momento llegué a sospechar
que mi viejo tenía la plata, pero como el era de Boca y yo me había hecho de River
por influencia del abuelo, el castigo
era no dotarme de ese bien tan preciado.
También llegué a enojarme con papá Noel y con los Reyes Magos ¿Para qué quería
una lapicera con cartuchos recargables o un par de zapatillas para “ir a la
escuela”? si para mí, mis zapatillas de lona azul gastado todavía andaban de
maravilla y el viejo tranquilamente me podría haber dado una de las lapiceras
con la propaganda de la mueblería. Yo sólo era un pibe de ocho años que quería
su pelota. ¿Era tan difícil de entender?
Una tardecita de julio, con un frío
crudo y un color gris de fondo propio de la melancolía del otoño a punto de
partir, cuando volvía de practicar en el club de la mano de mi mamá, lo veo a
mi papá en la puerta de casa con una sonrisa de oreja a oreja. Algo pasaba y no
estaba equivocado. Había vendido el juego de living que hacía más de dos meses
que estaba en la vidriera. En ese momento pensé que era la oportunidad para que
me compren la pelota. Enseguida mis viejos se abrazaron y lloraron y gritaron
que iban a poder pagar la luz, el tgi, y qué se yo cuántas cosas más que no se parecían
en nada a una pelota.
Esa misma noche, a pesar de la
jugosa venta volvimos a comer el fiambre surtido de cada noche. En la sobremesa
reinaba una felicidad imperturbable y como quien no quiere la cosa resignado a
la posibilidad de la pelota sugerí:
-¡Qué lindo sería comerse un
alfajor Dieguito Maradona!, además capaz que lo como y empiezo a jugar como él…
Todos rieron alborotadamente, pero
la sonrisa de mi viejo era especial, apagó el pucho y dijo:
-Yo te lo compraría…pero Maradona
es de Boca…y que yo sepa vos sos de River…
-Sí pero Maradona también es de
Argentina y yo soy Argentino-sentencié con cierto enojo.-
-Está bien-dijo el viejo, pero esta
vez serio- Yo te lo compro pero cuando vuelvo tenés que decir que sos de Boca.
Había tejido una telaraña
indestructible, me había sumergido en una situación peor que en la que se
encuentra un kamikaze a punto de cumplir su misión, estaba frente a un muro
indestructible mientras la espada se acercaba lentamente hacia mí. Dudé unos
segundos y cuando levanté la vista lo vi sonreír al abuelo, lo cual
automáticamente me autorizó a decir que sí, que aceptaba el trato. Total quién
se iba a enterar de lo que dijera, hacía mucho que no comía un alfajor y no podía
postergarlo hasta la próxima venta auspiciosa.
Mi viejo tomó el abrigo y preguntó
que querían los demás mientras esbozaba la marca del triunfo. Se retiró y dijo
que en cinco minutos volvería.
La espera se hizo eterna, en verdad
era raro, yo que había controlado el reloj cada cinco minutos me alarmé porque
ya habían transcurrido más de cuarenta y cinco, y nadie, absolutamente nadie
del resto de la familia parecía notarlo. Todos hablaban de cualquier tema
mientras yo empezaría a comerme los dedos después de devorarme cada una de mis
uñas. Quizás les parezca una tontería, pero para un chico de esa edad las
razones de felicidad y los motivos de angustias se limitan (al menos debería ser
así) a la satisfacción inmediata de sus deseos más amables como en este caso
era poseer una pelota para practicar el hermoso juego que es el fútbol, para
relacionarse con otros chicos de su edad y sentirse reconocido, para aprender a
compartir y empezar a ser (aunque sea un poquito) sin los demás.
Pegado a la puerta, inmóvil como
una estatua de museo escuchaba pasos pero ninguno llegaba a la puerta de casa. De
repente empecé a escuchar con fuerza los ruidos que solo podían producir los
mocasines de cuero del viejo, cada vez
más apresurados y cercanos, era él, no había dudas.
Escuché la llave que entró en la cerradura, me
apresuré aún más hacia la puerta que apenas se abre me tiene inmediatamente ahí
gritando: “¡¡Soy de Boca!!”.
Mi papá se detuvo en la puerta con
sus brazos y manos escondidos en la espalda, me miró con una felicidad
exultante y me dijo:
-Bueno. Si sos de Boca… ¡Tomá! Extendió
sus manos hacia delante y entre ellas se encontraba una hermosa pelota de cuero
con los colores azul y amarillo y un escudo de Boca en uno de sus brillosos
gajos.
A mi papá de a poco se le fueron
empañando los ojos, mientras que los míos no podían creer lo que veían, sentí
que había llegado al otro lado del arco iris, el corazón parecía salírseme del pecho
y mis piernas vaticinaban miles de goles contra el portón que llenaba de golpes
con las improvisadas pelotas hechas de medias. Enseguida abracé al viejo y no
me hice esperar:
-¡Ahora vamos a jugar a ver si anda
bien!-fue lo único ingenioso que se me había ocurrido- y a pesar de que eran las
doce de la noche y la mueblería a más tardar debía abrir a las ocho de la
mañana, mi papá aceptó desafiante, con una alegría medida pero igual o incluso
mayor que la mía.
Costó un poco convencer a mi mamá
que sólo eran cinco minutos, pero finalmente accedió. La vieja casi siempre
cedía ante mis súplicas.
El juego comenzó solo unos segundos después en
pleno comedor, con la puerta de la cocina haciendo de mi arco y las patas de
una silla haciendo las veces de portería de mi papá.
Seguramente ese haya sido el
partido que más entusiasmado jugué en mi vida. El resultado no lo recuerdo con
claridad, si puedo asegurar que exactamente a las dos de la mañana el partido
se vio interrumpido después que un disparo furibundo de mi pie derecho hizo
pedazos el centro de mesa de cerámica que mi mamá había olvidado sacar del
estadio. No había vuelta atrás, quien oficiaba de árbitro luego de despertarse
no daría marcha atrás, se había suspendido. Mi vieja se transformó de golpe en
el más recto e inviolable referí que jamás había visto.
Esa fue mi primera pelota, la que
aún hoy guardo en lo más preciado de mi corazón, siendo los colores azul y
amarillo que la adornaban…un dato sin importancia.
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