Hace
mucho frío en la estación,
un frío
insoportable,
como de
bronca,
un frío
de injusticia e impunidad.
El tránsito loco de la avenida que
no cesa,
el tumulto de la salida a Avellaneda
por el Puente Pueyrredón
y el recuerdo.
Diez años no cambian los azares
cotidianos
ni la des-vida de los otros.
Puedo caminar con los mismos pasos
y la estación Avellaneda no es la
misma.
Ya no es su nombre
ni su cara
ni su color.
No se va más el olor de la sangre,
la pulsión de la muerte.
Las siluetas de Maxi y Darío
se aparecen como fantasmas
en todas las paredes.
Pisadas de extraños se detienen
en el punto exacto donde
Darío le tomó el pulso a Maxi
segundos antes de que lo fusilaran.
Diez años y no cambió nada,
ni la justicia ni la injusticia.
Mientras se encienden antorchas
Dirigentes se devoran las uñas
tratando de colgar su nombre en una
lista.
Eduardo Duhalde teme
porque la sociedad parece dejar de
ser clasista.
Su cara en los afiches no cambia…
la división de clases tampoco.
La memoria parece
a duras penas
una bandera que se deshilacha.
Poco cambió en diez años.
Sólo la estación cambió.
En los pasillos esperan
el paso de un tren imposible
los muertos de este tiempo.
Fuentealba, Lepratti, López,
Ferreyra, Darío y Maxi.
Sólos y tan juntos
escriben las paredes,
vocean los diarios,
y despiertan a los pibes
que duermen en los corredores
para contarles del Che.
Entonces algo de la fantasía
parece más real
y hay risas y valor
y la esperanza que en cualquier
momento
la justicia llenará cada corazón que
se siente vacío.
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